Comentario
Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández
En esta famosa elegía, incluida en El rayo que no cesa, Miguel Hernández convierte la muerte de su amigo Ramón Sijé en un verdadero terremoto emocional. No se limita a llorar una ausencia: levanta, verso a verso, un monumento de palabras donde se mezclan la rabia, la ternura y un deseo casi físico de recuperar al compañero perdido. Desde el arranque, con ese paréntesis que sitúa el poema “En Orihuela, su pueblo y el mío”, la elegía nace de un lugar concreto, de una amistad concreta, pero se abre a cualquiera que haya sentido que la muerte llega “como del rayo”, sin avisar, y deja una herida imposible de medir.
El tema central es el dolor desgarrado por la muerte de un amigo, un dolor que ocupa el cuerpo entero del poeta: “Tanto dolor se agrupa en mi costado,/ que por doler me duele hasta el aliento”. No se trata de una tristeza contenida, sino de un lamento que busca su propia forma extrema. El tono avanza desde la queja dolida hasta la protesta airada: se llora, pero también se acusa y se discute con la propia realidad. Por eso, a la melancolía se une una energía casi violenta: “Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida” convierte la muerte en agresión física. La elegía tradicional suele ser un canto sereno al difunto; aquí, en cambio, la emoción está en carne viva y la poesía se vuelve un espacio donde la amistad se defiende con uñas y dientes.
La clave de lectura más visible pasa por la simbología de la tierra y del campesino. El hablante se declara desde el primer verso “hortelano de la tierra que ocupas y estercolas”, es decir, jardinero de la tumba del amigo. Esa imagen resume todo el poema: quien escribe quiere cuidar, remover, trabajar la tierra donde descansa el muerto, como si de su esfuerzo pudiera brotar una vida nueva. La tierra no es solo cementerio, también es lugar de fertilidad: el corazón del amigo servirá de alimento “a las desalentadas amapolas”, y más adelante su sangre se repartirá “disputando tu novia y las abejas”. En ese mundo simbólico, el muerto sigue circulando por los campos, por las flores, por los insectos, y el dolor se transforma, al menos en parte, en promesa de continuidad vital.
Ese universo campesino se concreta en imágenes muy cercanas a la biografía del autor: el “huerto” y la “higuera” a los que el amigo “volverá”, el “campo de almendras espumosas”, las “rosas” y las “almas” aladas. Todo ello construye un paisaje levantino lleno de luz y de materia, donde lo natural se convierte en lenguaje afectivo. Los frutos y las flores funcionan como símbolos de una vida que continúa: el alma del amigo “pajareará” por los “andamios de las flores”, como si el duelo pudiera imaginar una resurrección cotidiana, humilde, dentro del propio campo. La muerte se hace menos abstracta y más cercana: no se habla de cielos lejanos, sino de árboles, colmenas y rejas de labradores enamorados.
Otro de los ejes del poema es la lucha directa contra la muerte y el destino. Aparecen repeticiones muy marcadas que refuerzan la obsesión y la impotencia: la anáfora de “Temprano” (“Temprano levantó la muerte el vuelo,/ temprano madrugó la madrugada,/ temprano estás rodando por el suelo”) subraya la injusticia de una muerte prematura. No se ha respetado el tiempo natural de la vida. Del mismo modo, la triple repetición de “No perdono” (“No perdono a la muerte enamorada,/ no perdono a la vida desatenta,/ no perdono a la tierra ni a la nada”) convierte el poema en una especie de juicio al universo entero. Esta insistencia no es un simple recurso retórico: ayuda a sentir cómo el duelo se rebela y se niega a aceptar lo ocurrido, aunque esa rebelión sea inútil.
El lenguaje de la elegía mezcla imágenes muy corporales con momentos de violencia casi irracional. El deseo de “escarbar la tierra con los dientes” y de apartarla “a dentelladas secas y calientes” lleva el dolor al extremo físico: la boca, los dientes, la carne quieren abrirse paso hasta la tumba. Es una hipérbole, una exageración poética, pero también la manera de expresar que el amor de amistad no se conforma con un recuerdo: quiere tocar, rescatar, “desamordazar” y “regresar” al compañero. Estas imágenes recuerdan a la tradición de las visiones místicas, cuando se besan reliquias o calaveras, pero aquí todo está pasado por la dureza de un poeta que se enfrenta cara a cara con la muerte, sin pulir el gesto.
En el plano formal, el poema combina un léxico sencillo con giros de gran intensidad. Lo que más llama la atención de esta composición no es la rigidez métrica, sino el ritmo emocional. Los versos se apoyan en enumeraciones (“piedras, rayos y hachas estridentes”), en metáforas muy visuales (“tu corazón, ya terciopelo ajado”) y en encabalgamientos, es decir, en frases que pasan de un verso a otro sin pausa gramatical, lo que empuja la lectura y da la sensación de que el sentimiento desborda los límites del verso. Así, la forma clásica se pone al servicio de un contenido que parece a punto de romperla desde dentro.
Esta elegía dialoga con una larga tradición de poesía funeraria en lengua española, desde las coplas por la muerte del padre hasta las elegías renacentistas, pero lo hace desde una sensibilidad muy propia de su tiempo. El autor se mueve en el contexto de la Generación del 27 y de la Generación del 36, grupos que supieron combinar el gusto por la tradición clásica con una fuerte carga de experiencia humana y social. En este poema conviven, por un lado, la elegancia de los encadenamientos métricos y, por otro, la crudeza de expresiones como “ando sobre rastrojos de difuntos”. Esa mezcla de altura lírica y lenguaje directo, campesino, hace que el texto resulte a la vez muy elaborado y muy cercano.
Hacia el final, el poema se mueve desde la furia hacia una forma de esperanza íntima. El hablante poético convoca al amigo: “que tenemos que hablar de muchas cosas,/ compañero del alma, compañero”. Esa repetición final de “compañero” funciona casi como una letanía afectiva, un modo de no soltar el vínculo. Después de haber negado el perdón a la muerte, a la vida y a la tierra, la elegía termina en una cita al futuro: todavía queda conversación pendiente. Esa promesa de diálogo, aunque sea imposible en términos reales, convierte la despedida en un puente entre vivos y muertos. La poesía se presenta, así, como el lugar donde el amigo sigue vivo en la palabra, en el huerto, en las flores y en la memoria, y donde el dolor, sin desaparecer, puede transformarse en una forma intensa y luminosa de fidelidad.
Audio: Víctor Villoria
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
con quien tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarle la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(10 de enero de 1936)
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Hola. Soy Víctor Villoria, profesor de Literatura actualmente en la Sección Internacional Española de la Cité Scolaire International de Grenoble, en Francia. Llevo más de treinta años como profesor interesado por las nuevas tecnologías en el área de Lengua y Literatura españolas; de hecho he sido asesor en varios centros del profesorado y me he dedicado, entre otras cosas, a la formación de docentes; he trabajado durante cinco años en el área de Lengua del Proyecto Medusa de Canarias y, lo más importante he estado en el aula durante más de 25 años intentando difundir nuestra lengua y nuestra literatura a mis alumnos con la ayuda de las nuevas tecnologías.
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