Francisca Aguirre

Primeros años y educación
Francisca Aguirre Benito nació en Alicante el 27 de octubre de 1930 en el seno de una familia vinculada al arte: su padre, Lorenzo Aguirre, fue un destacado pintor republicano. La Guerra Civil marcó su infancia: tras el exilio a Francia en 1939, regresaron a España en 1942, año en que su padre fue ejecutado por el régimen franquista. A los 15 años comenzó a trabajar como telefonista, pero su formación fue autodidacta, nutriéndose de lecturas de Pablo Neruda, Miguel Hernández y clásicos españoles. En los años 50, se integró en tertulias literarias del Ateneo de Madrid y el Café Gijón, donde conoció al poeta Félix Grande, con quien se casó en 1963.
Desarrollo de su carrera literaria
Aguirre escribió desde la adolescencia, pero su debut llegó tarde: en 1972 publicó Ítaca, ganador del Premio Leopoldo Panero. Este retraso se debió a su búsqueda de una voz propia, influenciada por la lectura de Constantino Kavafis, cuyo poema Esperando a los bárbaros la llevó a destruir sus primeros escritos. Tras un silencio editorial en los años 80, retomó la publicación con obras como Ensayo general (1996) y consolidó su reconocimiento con Historia de una anatomía (2010), que obtuvo el Premio Nacional de Poesía.
Obras principales
Ítaca (1972):
Reinterpreta el mito homérico desde la perspectiva de Penélope, centrándose en la espera y la resistencia femenina durante la posguerra. Combina lo cotidiano con lo épico, otorgando voz a mujeres silenciadas.
Los trescientos escalones (1976):
Dedicado a su padre, explora el exilio y la memoria a través de imágenes del desplazamiento familiar durante la Guerra Civil. La escalera pintada por su padre simboliza el ascenso y descenso de la vida.
Historia de una anatomía (2010):
Reflexiona sobre el cuerpo como territorio de dolor y memoria, entrelazando experiencias personales con la historia colectiva de España. Ganó el Premio Nacional de Poesía por su profundidad lírica y compromiso ético.
Nanas para dormir desperdicios (2008):
Usa el formato de canción de cuna para criticar la desigualdad social y la degradación ambiental, mezclando ternura y denuncia política.
Estilo e influencias
Su poesía se caracteriza por un lenguaje coloquial pero denso, donde lo autobiográfico se eleva a categoría universal. Influenciada por Antonio Machado en su tono reflexivo y por Kavafis en la revisión crítica de los clásicos, Aguirre fusionó lo íntimo con lo histórico, destacando temas como el exilio, la memoria y la resistencia femenina. Su obra evita el culturalismo excesivo, privilegiando la claridad emocional.
Recepción crítica y premios
Aunque inicialmente marginada por publicar fuera de las promociones generacionales, su reconocimiento creció en el siglo XXI. Obtuvo el Premio Nacional de las Letras Españolas (2018) y el Premio Internacional Miguel Hernández (2010), entre otros. La crítica resalta su capacidad para convertir lo cotidiano en símbolo de lucha colectiva, como señala María Ángeles Pérez López en Ensayo general. Poesía reunida (2018).
Legado e impacto
Francisca Aguirre es una figura clave para entender la poesía española de posguerra y la reivindicación de voces femeninas. Su obra, estudiada en universidades y antologías, redefinió el uso de mitos clásicos desde una perspectiva feminista y antifranquista.
Murió en Madrid en 2019, dejando un legado que une ética y estética, demostrando que la poesía puede ser tanto testimonio histórico como arte transformador.

ÍTACA
Publicado en 1972 tras ganar el Premio Leopoldo Panero, Ítaca representa un hito en la poesía española contemporánea al reinterpretar el mito homérico desde una perspectiva femenina y existencial. Francisca Aguirre (1930-2019) construye un diálogo con la Odisea, desplazando el foco de Ulises a Penélope, símbolo de la espera, la resistencia y la memoria en un contexto marcado por la posguerra española y el exilio.
El poemario se estructura en dos secciones: “El círculo de Ítaca” y “El desván de Penélope”. La primera, de tono más filosófico, explora la isla como metáfora del encierro y la introspección, donde el mar —presente en versos como “el mar me respondió: socorro”— simboliza tanto la frontera como el eco de lo perdido. La segunda sección, de carácter autobiográfico, vincula el mito con la experiencia personal de Aguirre: el exilio infantil durante la Guerra Civil, la ejecución de su padre por el franquismo y la reconstrucción identitaria desde lo cotidiano.
Temáticamente, Ítaca aborda la espera como acto político y existencial. Penélope no es aquí la esposa fiel, sino una voz que cuestiona su rol silenciado (“¿Quién cuidará de ti cuando se te resbale / el nombre que te oculta?”). La obra trasciende lo individual para reflexionar sobre el tiempo, la memoria colectiva y la opresión, utilizando el telar como metáfora de la creación literaria y la resistencia. Aguirre fusiona lo doméstico (el armario entreabierto, el gato en la pensión) con lo épico, otorgando dignidad poética a espacios tradicionalmente asociados a lo femenino.
Estilísticamente, el lenguaje combina claridad coloquial con densidad simbólica. Influenciada por Antonio Machado y Constantino Kavafis —cuya relectura la llevó a destruir sus primeros borradores—, Aguirre evita el culturalismo ornamental. Versos como “Ítaca nos descubre el sonido de la espera” sintetizan su propuesta: una poesía que convierte lo cotidiano en universal mediante imágenes diáfanas (“París fue para mí, durante mucho tiempo, un gato”) y referencias intertextuales sutiles.
Críticamente, Ítaca fue redescubierto décadas después como obra pionera en la reivindicación de voces femeninas. Estudios como los de María Ángeles Pérez López destacan su “contra-discurso desde los lugares invisibles de la cultura”, mientras que académicos como Sharon Keefe Ugalde subrayan su resignificación feminista de los clásicos. Aunque inicialmente marginada por publicar fuera de los circuitos comerciales, Aguirre consolidó con este libro un legado que influyó en generaciones posteriores, demostrando que la poesía puede ser testimonio histórico y arte transformador.
En síntesis, Ítaca no solo reelabora un mito fundacional, sino que lo convierte en espejo de las luchas del siglo XX. Su valor radica en cómo entrelaza lo íntimo y lo colectivo, ofreciendo una visión personal de la resistencia donde la espera —lejos de ser pasividad— se revela como acto creativo y político.
POEMAS DE ÍTACA
Frontera
El poema
El poema “Frontera” de Francisca Aguirre es una profunda reflexión autobiográfica sobre el exilio, el desarraigo temporal y la culpa existencial de haber nacido en un contexto histórico traumático, específicamente la España previa a la Guerra Civil. A través de un tono confesional y una estructura acumulativa basada en anáforas (“Yo, que…”), la autora articula una paradoja central: haber llegado “demasiado pronto” a la vida (en 1930) y “demasiado tarde” a la frontera simbólica que separa la infancia de la conciencia histórica.
El tiempo y la culpa son temas centrales en este poema. Aguirre presenta el nacimiento como un “error” cronológico, vinculando lo personal con lo colectivo. La voz poética asume una deuda existencial por existir en un “tiempo loco” (la posguerra), donde la infancia se vive como un exilio interior. Esta sensación de deuda se expresa en frases como “pagar en monedas de sangre” y “llegué con los ojos cegados de la infancia / y el corazón en blanco, sin historia”.
La frontera en el poema funciona como un símbolo polisémico. Por un lado, representa el límite geopolítico, haciendo referencia al exilio de su familia a Francia en 1939. Por otro, simboliza un umbral histórico, específicamente el año 1945 (fin de la Segunda Guerra Mundial), que la autora idealiza como un momento de reconstrucción ética al que llega “tarde”. Además, la frontera también actúa como una barrera generacional, evidenciada en el encuentro fallido con “Don Antonio” (alusión a Antonio Machado, muerto en el exilio en 1939), donde la niña “pequeña” y el poeta “viejo” comparten el sueño de los vencidos.
Formalmente, el poema emplea recursos como anáforas y paralelismos, con la repetición de “Yo, que…” creando un efecto de lamento ritual que enfatiza la autoinculpación. El oxímoron temporal entre “anticiparse demasiado” y “llegar tarde” sintetiza la paradoja de crecer bajo el franquismo, heredando una memoria que no se vivió plenamente. La ironía amarga se hace presente en el uso de la frase “Señor, qué imperdonable”, que evoca ecos de la oración religiosa para subrayar lo absurdo de culparse por circunstancias ajenas a su voluntad.
“Frontera” dialoga con otras obras de Aguirre, como “Los trescientos escalones”, al explorar el exilio como herida generacional. Sin embargo, aquí el enfoque es más metafísico: la “frontera” no es solo un lugar geográfico, sino el abismo entre la experiencia y la comprensión. La referencia final a Machado amplía el drama personal a una generación truncada por la guerra, vinculando su historia con la de otros “derrotados” que, como ella, cargaron con un “equipaje de la vida” nunca reclamado.
El verso clave “haber nacido demasiado pronto / y haber llegado demasiado tarde” condensa la doble conciencia de quien pertenece a un tiempo de horror, pero solo puede nombrarlo cuando este ya ha terminado. Aguirre convierte esta tensión en poesía ética: un acto de reparación simbólica mediante la palabra, transformando la experiencia personal en un testimonio universal sobre el desarraigo y la búsqueda de identidad en tiempos de conflicto.
AUDIO
FRONTERA
Yo, que llegué a la vida demasiado pronto,
que fui -que soy- la que se anticipó,
la que acudió a la cita antes de tiempo
y tuvo que esperar en la consigna
viendo pasar el equipaje de la vida
desde el banco neutral de la deshora.
Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto
-como todos sabéis-que nunca debí hacerlo,
que hubiera yo debido meditarlo antes,
tener un poco de paciencia y tino
y no ingresar en este tiempo loco
que cobra su alquiler en monedas de espanto.
Yo, que vengo pagando mi imprudencia,
que le debo a mi prisa mi miseria,
que hube de trocear mi corazón en mil pedazos
para pagar mi puesto en el desierto,
yo, sabedlo, llegué tarde una vez a la frontera.
Yo, que tanto me había anticipado,
no supe anticiparme un poco más
(al fin y al cabo para pagar
en monedas de sangre y de desdicha
qué pueden importar algunos años).
Yo, que no supe nacer en el cuarenta y cinco,
cometí el desafuero, oídlo,
de llegar tarde a la frontera.
Llegué con los ojos cegados de la infancia
y el corazón en blanco, sin historia.
Llegué (Señor, qué imperdonable)
con nueve años solamente.
Llegué, tal vez al mismo tiempo que él
pero en distinto tiempo.
No lo supe.
(Oh tiempo miserable e injusto.)
Estuve allí-quizá lo vi-
Pero era tarde.
Yo era pequeña
y tenía sueño.
Don Antonio era viejo
Y también tenía sueño.
(Señor, qué imperdonable:
haber nacido demasiado pronto
y haber llegado demasiado tarde.)

LOS TRESCIENTOS ESCALONES
EL LIBRO
Publicado en 1977 tras obtener el Premio Ciudad de Irún, Los trescientos escalones de Francisca Aguirre (1930-2019) entreteje el duelo íntimo por la ejecución de su padre, el pintor republicano Lorenzo Aguirre, con las heridas colectivas de la posguerra española. Como testimonio lírico, el poemario trasciende lo biográfico para convertirse en crónica de una generación marcada por el exilio y la represión.
Al abordar su estructura, destaca una organización en tres partes: «Actitud presente» (15 poemas), «Resultados» (20 poemas) y «La infancia continúa subiendo la escalera» (3 poemas). A diferencia de la narrativa cohesionada de Ítaca, aquí irrumpen imágenes fragmentarias: niñas en un convento madrileño, barcos en el puerto de Le Havre, la escalera pintada por su padre que se erige como símbolo central. Esta escalera, descrita como «interminable» y «rodeada de árboles y luz», encarna tanto la ascensión hacia la reconstrucción vital como el descenso a los abismos de la memoria.
En cuanto a sus temas centrales, el trauma de la Guerra Civil impregna versos como «Cuando mataron a mi padre / nos quedamos en esa zona de vacío / que va de la vida a la muerte». La obra explora la paradoja de sobrevivir al horror mediante metáforas desgarradoras: cadáveres convertidos en «ineficaces» o peces atrapados «en una pecera sin agua». Sin embargo, no se limita al dolor: también celebra la resistencia a través de la literatura y la música, como en el homenaje a su madre que «nos trajo El último mohicano / y de la mano de ese indio solitario / entramos en el mundo de lo maravilloso».
Respecto al estilo, Aguirre fusiona el lenguaje coloquial con imágenes de densidad simbólica. El poema inicial rinde tributo a César Vallejo con el verso «Me moriré en Madrid / un día cualquiera», mientras la sombra de Kavafis se filtra en su enfoque existencial del mito. Versos como «Con todo lo que hay dentro de mí que araña […] voy a hacer mi invernadero» sintetizan su propuesta: transformar el dolor en creación sin caer en el patetismo. La ironía marca su tratamiento de lo sórdido, como al describir la posguerra mediante «el perfume mustio del desastre / que te sonríe como una flor desesperada».
En su dimensión literaria, el libro ha sido revalorizado como obra pionera en la literatura testimonial sobre el franquismo. La escalera se analiza como metáfora del proceso terapéutico: cada peldaño simboliza tanto la confrontación con el pasado («subir los trescientos escalones de la memoria») como la búsqueda de sentido en el presente. Su enfoque anticipa conceptos de la psicología traumática al mostrar cómo «la creación se erige en forma de explorar y comprender el trauma».
Finalmente, Los trescientos escalones equilibra la crudeza del testimonio («nos quedamos como peces en una pecera sin agua») con la trascendencia artística. Al convertir el dolor personal en «parque» o «reserva natural», Aguirre no ofrece consuelos fáciles, pero lega un mapa literario para navegar las cicatrices del siglo XX español. Su poesía, como la escalera que lo vertebra, se alza como espacio donde lo íntimo y lo histórico convergen en acto de resistencia.
POEMAS de Los trescientos escalones
Los trescientos escalones
EL POEMA
“Trescientos escalones” de Francisca Aguirre es un poema profundamente conmovedor que entreteje recuerdos, exilio y reflexiones sobre el tiempo y la pérdida. La obra se estructura en varias secciones, alternando entre el presente y el pasado, creando un flujo de conciencia que refleja el proceso de rememoración de la autora. El estilo es predominantemente narrativo y descriptivo, con un tono íntimo y melancólico que invita al lector a sumergirse en las experiencias personales de Aguirre.
El tema central del poema gira en torno al exilio durante la Guerra Civil Española. La autora narra su experiencia de desplazamiento forzado, mencionando lugares como Barcelona, Francia, París y El Havre, trazando así el recorrido de su familia. Esta narración se entrelaza con recuerdos vívidos de su infancia, evocando imágenes específicas que han quedado grabadas en su memoria, como el gato en la pensión de París o el hotel La Rotonde de la Gare en El Havre.
La figura del padre es central en el poema, representando tanto la pérdida como el amor y la guía. Aguirre recuerda con ternura cómo su padre pintaba, incluyendo el retrato que le hizo “de japonesa” y los trescientos escalones que dan título al poema. Estos escalones se convierten en un poderoso símbolo de la vida, representando tanto el ascenso (vivir) como el descenso (callar), una metáfora de las experiencias vitales y el paso del tiempo.
El poema utiliza diversas técnicas literarias para transmitir su mensaje. Las imágenes sensoriales abundan, con descripciones vívidas que apelan a los sentidos del lector. Los contrastes son frecuentes, yuxtaponiendo el presente tranquilo con el pasado turbulento, la infancia con la edad adulta. Las repeticiones, como “Nos íbamos, nos íbamos a Francia”, enfatizan la sensación de desplazamiento y pérdida. Además, el uso de la personificación, como en “el silencio reinaba como un ídolo antiguo”, añade profundidad a las descripciones.
La oscuridad y el silencio, especialmente en la primera parte del poema, simbolizan la introspección y la conexión con el pasado. Estos elementos crean una atmósfera propicia para el recuerdo y la reflexión, permitiendo a la autora sumergirse en sus memorias y explorar sus sentimientos más profundos.
“Trescientos escalones” es, en esencia, una exploración de la complejidad de la memoria, el exilio y la relación padre-hija. A través de un lenguaje evocador y una estructura que imita el flujo de los recuerdos, Francisca Aguirre crea una obra que reflexiona sobre la pérdida, el paso del tiempo y la persistencia de los recuerdos. El poema concluye con un regreso al presente, cerrando el círculo de la memoria y subrayando la continuidad de la vida a pesar de las pérdidas sufridas. Esta estructura circular refuerza el mensaje de que, aunque el pasado nos marca profundamente, la vida continúa, y los recuerdos nos acompañan en nuestro camino hacia el futuro.
EL AUDIO
LOS TRESCIENTOS ESCALONES
A Susy y Margara
Estaba todo quieto en la casa apagada.
Hasta el día siguiente, hasta sabe Dios cuándo
el silencio reinaba como un ídolo antiguo.
No funcionaban las leyes del tráfico,
esas imprescindibles ordenanzas
que hay que acatar para transitar el pasillo.
Es como si la noche propusiera una tregua,
como si al apagar la luz se apagara el peligro.
Escucho. Nada. Todos callan unánimes.
Mirar la oscuridad es profesar de muerto:
los ojos van de lo negro que nos habita
a lo negro que nos envuelve.
Somos los apagados, los ausentes,
los que gavillan tiempo en sus muñecas,
somos los auditores del silencio
y ese silencio es como un túnel por el que solo avanza el tiempo.
No ver, no estando ciegos, es hundirse en el tiempo.
El armario, con su puerta entreabierta, da a las costas de Francia.
Oigo los barcos que salen o entran por el puerto del Havre.
Veo tres niñas muy contentas, en Barcelona,
porque se iban de viaje:
se acababan los bombardeos,
ya no tendrían que esconderse debajo de aquella escalerita
que conducía a las habitaciones superiores
mientras oían, espantadas, el agudo silbido de las bombas.
Nos íbamos, nos íbamos a Francia.
Y así llegamos a Bañolas:
nosotras contentísimas de ver el lago,
papá, mamá y la abuela
arrastrando su corazón, empujándolo a la frontera.
París fue para mí, durante mucho tiempo, un gato.
Había un gato en aquella pobre pensión en que vivimos,
un gato que dormía al lado de una estufa.
Yo nunca vi París: tan solo vi ese gato.
Y nos fuimos al Havre para tomar un barco.
Nosotras con dos muñecos y un monito,
papá con su caja de pinturas y un sueño acorralado,
un sueño convertido en pesadilla,
un sueño multitudinario
arrastrado como único equipaje
por una inmensa procesión de solos.
Pero aquel barco no llegó a su puerto:
esperamos, mientras mamá, para alumbrarnos,
cantaba algunos días El niño judío: “De España vengo, soy española”.
No llegó el barco. Llegaron aviones alemanes.
Hubo que caminar a gatas por las habitaciones del hotel,
que estaba frente al puerto.
Aquel hotel tenía un nombre,
se llamaba La Rotonde de la Gare.
Papá pintaba. Y, como Modigliani,
iba a ofrecer sus cuadros a las gentes. Tampoco a él le compraban.
Nosotras aprendimos francés en dos semanas.
El reloj de La Gare ha dado un cuarto,
papá me dice que levante la cara un poco más,
dos o tres pinceladas y termina el retrato.
Mi padre, no sé bien por qué, me pintó de japonesa.
Para siempre quedé con mi abanico,
con los ojos ligeramente oblicuos y asombrados,
en una edad más bien indefinida
y con una diadema de pensamientos sobre el pelo.
Papá, vamos al puerto, vamos al puerto ahora que hay tiempo
y luego vámonos corriendo a ver el Bois del Hallates,
vamos, que se perdió tu cuadro y ya solo podré verlo contigo y para siempre.
Papá, perdimos tantas cosas
además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste
nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos.
Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,
que tal vez me dijiste entonces
que había que subirlos y bajarlos
y para eso los pintaste
y para eso pasaste días enteros
pintando una escalera interminable,
una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,
llena de luz y amor,
una escalera para mí,
una escalera para que pudiera subir,
vivir,
y una escalera para descender,
callar,
y sentarme a tu lado como entonces.
Me he levantado para cerrar la puerta del armario.
Está mi casa sosegada,
apenas en el aire zumba tenue la remota sirena de un barco.
Los que más amo duermen:
mi hija arropada en sus nueve años
y Félix indefenso ante sus treinta y ocho.
Al fin se extingue el eco de los barcos.
Vuelvo a la cama.
—Buenas noches, papá. Hasta mañana si Dios quiere. Que descanses.
No os confundáis
EL POEMA
“No os confundáis” de Francisca Aguirre es un poema paradójico que forma parte de su libro “Trescientos escalones”. En esta obra, la autora explora temas profundos como la pérdida, la resiliencia y el valor de lo intangible. El poema se estructura en versos libres, con una voz lírica firme y desafiante que invierte la percepción común sobre la pérdida y la ganancia.
El tema central del poema gira en torno a la idea de que la ausencia y la carencia pueden ser fuentes de riqueza interior. Aguirre desafía la noción convencional de que perder es siempre negativo, sugiriendo que lo que nunca se tuvo o lo que se perdió puede llenar el mundo “palmo a palmo”. Esta paradoja se convierte en el eje del poema, invitando al lector a reconsiderar sus propias percepciones sobre el éxito y el fracaso.
La voz poética se dirige directamente a un “vosotros” implícito, posiblemente representando a la sociedad o a aquellos que no han experimentado pérdidas significativas. Este enfoque directo crea un tono de confrontación y desafío, reforzado por frases como “No os confundáis” y “Creedme”. La autora utiliza la repetición de “Cuando ya no quede nada” para enfatizar la permanencia de lo intangible frente a la fugacidad de lo material.
El poema emplea varias técnicas literarias para transmitir su mensaje. Las metáforas son prominentes, como la comparación del hablante con un náufrago que tiene “toda la tierra esperándome”, sugiriendo que la pérdida abre infinitas posibilidades. La ironía se manifiesta en frases como “Desdichados, / poca ganancia es la vuestra / si nunca habéis perdido nada”, invirtiendo la percepción común de la pérdida como algo negativo.
“No os confundáis” es, en esencia, una reflexión sobre la resiliencia humana y la capacidad de encontrar riqueza en la adversidad. A través de un lenguaje directo y evocador, Francisca Aguirre crea una obra que desafía al lector a reconsiderar sus valores y a encontrar fortaleza en las experiencias difíciles. El poema concluye con una poderosa imagen de esperanza y posibilidad, sugiriendo que la verdadera riqueza puede encontrarse en la capacidad de sobreponerse a la pérdida y ver el mundo con nuevos ojos.
EL AUDIO
NO OS CONFUNDÁIS
Y cuando ya no quede nada
tendré siempre el recuerdo
de lo que no se cumplió nunca.
Cuando me miren con áspera piedad
yo siempre tendré
lo que la vida no pudo ofrecerme.
Creedme:
Todo lo que pensáis que fue destrozo y pérdida
no ha sido más que conjetura.
Y cuando ya no quede nada
siempre tendré lo que me fue negado.
No os confundáis: con lo que nunca tuve
puedo llenar el mundo palmo a palmo.
Tanto miedo tenéis que no habéis advertido
la riqueza que se oculta en la pérdida.
Desdichados,
poca ganancia es la vuestra
si nunca habéis perdido nada.
Yo sí he perdido:
Yo tengo, como el náufrago,
toda la tierra esperándome.